Ponencia Dr. Carlos Zubillaga

Dr. Carlos Zubillaga

«Homenaje al Dr. Juan Alejandro Apolant»

La realización de este homenaje a don Juan Alejandro Apolant, maestro y amigo, cuyos aportes a los estudios genealógicos en el Río de la Plata implicaron un cambio radical de perspectiva, justifica algunas reflexiones sobre los nexos posibles entre genealogía y democracia.

En la Edad Moderna la genealogía sirvió –fundamentalmente- a una concepción desigualitaria de la sociedad: fue instrumento para la consecución de privilegios, para el afianzamiento del poder circunscripto a pocas familias, para la reproducción de rangos y jerarquías. De allí un alejamiento creciente del rigor científico, que en otros campos del conocimiento comenzaba a abrirse camino. De allí, también, la corrupción en que cayera  la práctica de los cronistas y reyes de armas, origen de críticas severas en el propio seno de la sociedad estamental. Cuando el Cardenal Francisco de Mendoza y Bobadilla se sintió ofendido por la circunstancia de que a su sobrino, el conde de Chincón, le hubiera sido negado el hábito de una de las órdenes militares, la protesta elevada en forma de memorial al rey Felipe II, estribó en una formal desacreditación de las prácticas genealógicas: El Tizón de la Nobleza de España o Máculas y Sambenitos de sus Linajes –que debió de esperar varios siglos para ser editado-, redujo a polvo las estructuradas crónicas de linaje a que echaban mano los profesionales de la disciplina en la justificación de pretensiones y expectativas. “Entre los cronistas todo es lisonja o halago por sus intereses –denuncia el ofendido prelado-, y en materia de linajes no escriben sino aquello que les dicen los interesados, y no es poco daño querer obscurecer la verdad […]”. Estas consideraciones, en última instancia dictadas también por el interés, anunciaron la fuerte crítica que la historiografía erudita moderna formuló contra las prácticas genealógicas al uso en la Europa de la Reforma y la Contrarreforma. El sabio benedictino Jean-Bauptiste Mabillon –que tanto constribuyera a la consolidación de un saber riguroso sobre el pasado- advertiría a aquel  respecto, diciendo: “La nobleza de la sangre y la vanidad de las genealogías son, de todos los errores, los más generalmente aceptados”. Si bien estos cuestionamientos oscilaron entre apuntar la falta de método riguroso y denunciar la servidumbre a los intereses del privilegio, no resultaron frecuentes las reflexiones sobre la validez intrínseca de la indagación genealógica bajo otras ópticas y mediante precisas pautas metodológica

Quizás el carácter pionero de un señalamiento democratizador de la genealogía haya que reconocérselo a Cervantes, que en la Segunda Parte de su obra magna, en el capítulo titulado “De los consejos que dio Don Quijote a Sancho Panza, antes que fuese a gobernar la ínsula, con otras cosas bien consideradas”, abordó claramente el tema: “Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte […]”.

Cuando el clima revolucionario que Francia expandió por el mundo logró imponer ciertos valores como propios de la humanidad toda, el principio igualitario hirió frontalmente los cimientos de la genealogía excluyente. Aunque la propia degeneración del espíritu revolucionario terminó, bajo el Imperio, por crear nuevos linajes y cargarlos de jerarquías, y una década más tarde las viejas monarquías restauraron el clima nobiliario, el carácter regulador de la sociedad de privilegios que la genealogía ostentara por siglos, resultó formalmente afectado. La gesta independentista americana contribuyó a desprestigiar aquellas prácticas, a pesar de que algunos de sus protagonistas fueran personalmente herederos de beneficios que habían exigido algún tipo de probanza genealógica o pretendieran sustituir el dominio metropolitano por regímenes monárquicos de parecida laya.

Pero si bien la ruptura del vínculo colonial supuso la emergencia de una sociedad de hombres nuevos, la sobrevivencia de redes de parentesco como sustento de algún tipo de privilegio (social, económico, cultural) y la tendencia a la exclusión ciudadana traducida en vigorosa reafirmación  de las elites políticas, terminaron por gestar en ciertos sectores de la sociedad americana una conciencia de su propio valer que atribuyó al linaje una función de reproducción y mantenimiento. Este fenómeno adquirió singular fuerza con el proceso demográfico determinado por la inmigración masiva, a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Particularmente importante en la sociedad rioplatense, esta implantación multitudinaria de gentes nuevas, obligó a las elites criollas a afianzar ciertos rasgos de identidad grupal, confundiéndolos con los de la nación. De allí una historiografía que desconfió de las virtudes del impacto cosmopolita y abroqueló en un pasado propio e intransferible los elementos definidores y orientadores de la sociedad.

A este proceso resultó servicial un enfoque de la genealogía que, anacrónicamente, vino a implantar en una sociedad crecientemente democratizante, cierta entonación social excluyente, fundada en la pretendida  autoctonía de algunos sectores, en todo caso sólo comprobable en su raíz hispana no más allá de tres siglos. En este sentido, resulta interesante advertir en qué medida el privilegio de hijosdalgo de solar conocido, que acompañó a las aventuras fundacionales, fue bastante menos apreciado por sus originales beneficiarios que por descendientes preocupados por ostentar rangos de legitimación histórica en una sociedad en que todos eran declarados iguales ante la ley.

Se gestó entonces una concepción patricia de la genealogía, ineludiblemente disociadora en la visión del pasado. Los linajes protagonistas fueron un conjunto restringido al que la estulticia de algún practicante de la disciplina llegó a integrar a un nobiliario. Luis Enrique Azarola Gil advirtió los límites de un conocimiento así cimentado y, aunque contribuyó no poco a explorar aquellos linajes, avanzó una reflexión que fue llamado de alerta más que programa: señaló la presencia de quienes habían sido excluidos de la consideración genealógica y la necesidad de su inclusión para un conocimiento cabal del pasado (“Los unos y los otros, los vástagos ilustres y los hijos modestos son el pasado, la entraña de la historia, en cuya estructuración intervinieron el estadista, el general, el soldado, el hombre de la calle, el mercader y el campesino. Unos crearon los acontecimientos, otros hicieron de guías, los más fueron la masa que ganó las batallas, y todos, actores de arriba y de abajo, testigos de adentro y de afuera, forzaron el paso de las épocas caducas y sirvieron de jalones en las etapas nuevas. En la hora de los choques, de las crisis, de las revoluciones políticas y las transformaciones sociales, todos actuaron en un nivel alto o bajo, vieron u oyeron de cerca o de lejos, y los que no hicieron la historia con su cerebro, su alma o sus brazos, sintieron cómo se constituía, al presenciar el suceder cuotidiano, la actuación de una clase o de un partido, la predominancia de una tendencia, la caída de un concepto vetusto y su substitución por un ideal nuevo. Eslabones de una cadena ininterrumpida que las generaciones humanas van forjando a lo largo de sus derroteros”). Pero esta definición tan nítida de un universo democrático inspiró escasamente la labor del propio Azarola Gil, que cuando abandonó el tratamiento de las elites lo sustituyó por el de sus propios antepasados, marcando para la disciplina otro de los rasgos de identidad en su cultivo en el Río de la Plata: una producción de descendientes.

Las limitaciones emergentes de esta percepción del objeto de la genealogía se expresó frecuentemente de forma tautológica, al aludirse al estudio de las familias históricas. El adjetivo adquirió en esos casos una connotación excluyente y una sinonimia forzada: la de referir al estrecho campo de las elites. Al dejar de advertir que históricas eran todas las familias por el simple hecho de constituir sucesiones parentelares a través del tiempo (es decir, por la obvia circunstancia de haber sido), se forzó la comprensión del pasado, volviendo a convertir la disciplina –más allá de su cultivo en sociedades formalmente democráticas- en prácticas que al poner énfasis en la relevancia de unos (los menos) terminaron por desdeñar el conocimiento de otros  (los más), con todas las implicancias que tal distinción supone para una recuperación integral –y no prejuiciosa- del pasado.

Precisamente, a superar estos inconvenientes y a sentar las bases firmes de una expansión de la indagatoria genealógica, vino Apolant con su tarea acuciosa y su entusiasmo contagioso. La idea rectora la consagró en el tantas veces citado fragmento del Prefacio de Génesis, al identificar los protagonistas de la obra: “[…] modestos hombres y mujeres  que vivían en Montevideo y sus alrededores en el primer medio siglo desde su fundación y quienes constituyeron la base, la ´materia prima humana´ para la evolución posterior […] Vivieron una vida ruda, primitiva, carente de comodidades, de civilización y cultura durante aquellos primeros decenios”. Esa preocupación por todos, sin distinción de origen, rango, raza o fortuna, hizo del emprendimiento genealógico de Apolant un intento de comprensión del pasado en el que aparecía prefigurada la sociedad democrática que habría de gestarse al paso del tiempo. He aquí pues, en la obra de Apolant, una primera vinculación de genealogía y democracia: la que refiere al sujeto histórico.

Pero hay una segunda: la que se expresa en el tratamiento de todos los temas a partir del más amplio arsenal de fuentes posible. También en esto innovó Apolant y diferenció su producción respecto de la genealogía en general y de la rioplatense en particular. A la común actitud de exaltación de los linajes considerados, que acompañó la práctica de la disciplina casi como un rasgo de identidad (adviértanse a este respecto los elementos canonizados de las ejecutorias de nobleza o de las más modestas limpiezas de sangre), correspondió una actitud de ocultamiento o de disimulo de aquellas circunstancias que, en la mentalidad dominante, en las costumbres aceptadas o en la moral universal, pudieran dar lugar a señalamientos críticos, objeciones o juicios condenatorios. De forma que la verdadera “limpieza” la efectuaban los cronistas y reyes de armas (o en nuestros horizontes más cercanos, los genealogistas), aventando referencias incómodas sobre conductas (políticas, sexuales, comerciales, familiares, etc.) de los componentes de las redes genealógicas estudiadas. Los núcleos del privilegio aparecían así impolutos, modélicos. Fue contra estas prácticas viciadas que arremetió tempranamente el Cardenal Mendoza y Bobadilla, señalando lo que en la mentalidad racista e intolerante de su época eran “máculas y sambenitos”: el origen familiar  judío o morisco de casi todas las “Grandezas de España”. Un similar tizón esgrimió Apolant con su Génesis, inspirado en su caso por el amor a la verdad, por la necesidad de aventar “seudo historia” como le gustaba decir. La búsqueda exhaustiva de información comprobada, llevó a Apolant a des-cubrir situaciones, a despejar incógnitas, a controvertir versiones fantasiosas, en fin: a recuperar la humanidad del acontecer. Sin temor al enojo de los descendientes, en la seguridad de que antes que la fábula generosa o la condescendencia evocativa estaba la verdad histórica, y que sólo a partir de ésta era posible convertir el conocimiento genealógico en un aporte sustancial a la interpretación del pasado.

Hay, todavía, una tercera vinculación de genealogía y democracia, en la tarea de Apolant: la referida al método. La excepcional labor heurística cumplida por el autor, en repositorios públicos, semipúblicos y privados del país y del exterior, no sirvió sólo a sus fines investigativos, sino que se volcó generosamente a la comunidad académica. En un medio en el que durante demasiado tiempo se hizo caudal de una concepción patrimonialista de las fuentes (creyendo y postulando quienes las exhumaban o difundían, que eran “suyas”), la actitud de Apolant dando a conocer previamente a la primera edición de Génesis algunos de los Padrones olvidados de Montevideo del siglo XVIII –que utilizaría en aquélla-, acompañados de notas y aclaraciones precisas, supuso una forma de democratizar el conocimiento sin afán de primogenitura heurística. A esta actitud unió la de ofrecer en el Indice glosador y crítico de las fuentes que acompañó a su obra magna, el más riguroso estudio orientador para la investigación histórica referida al período colonial que se haya publicado hasta hoy. Una capacidad crítica excepcional fue puesta al servicio de todos los investigadores, de forma modesta, como un subproducto de la indagatoria realizada. Ese verdadero lazarillo de ciegos caminantes por archivos y en medio de la maraña de las fuentes éditas, ha venido permitiendo a sucesivas generaciones de genealogistas e historiadores eludir los riesgos de errores y confusiones. Y en tanto lo democrático es lo que se hace en pro de todos, sin exclusiones ni distingos indebidos, este aporte de Apolant fue (sigue siendo) una contribución a la democratización del conocimiento, una bocanada de aire fresco en un ambiente muchas veces enrarecido por los celos y la competencia.

Resulta de interés señalar, por último, la peculiar inserción que la obra de Apolant tuvo en el contexto historiográfico uruguayo de los años 60 y 70. Al impulso de los cambios teóricos y metodológicos producidos en la historiografía universal durante la segunda postguerra y como consecuencia de la profesionalización disciplinaria, el conocimiento histórico fue cambiando sustancialmente, en cuanto a los temas y a los enfoques. La gravitación de la escuela de Annales y la incorporación de una práctica investigativa de matriz marxista confirieron a la producción de esas décadas en Uruguay  un marcado sesgo por la Historia social y económica, en detrimento de la Historia política que había campeado por décadas en el país. Apolant advirtió la riqueza de algunos trabajos realizados bajo tales criterios, encomiando sus resultados, pero –es preciso consignarlo- no obtuvo similar reconocimiento por parte de quienes avanzaban en la hegemonización del campo disciplinario. No se advirtió en esos círculos la riqueza de Génesis o de Operativo Patagonia para una revisión consistente del conocimiento histórico sobre el período colonial; no se aprovechó la generosa oferta del guía sapiente para desbrozar tortuosos senderos heurísticos; no se advirtieron los cauces abiertos para la demografía histórica, para la historia de las mentalidades, para los estudios de género, por señalar sólo algunos campos del saber a los que la obra de Apolant aportó tempranamente. Más que combatirlo, el establishement historiográfico lo ignoró o lo recluyó en la categoría de “trabajador erudito”. Hubo de pasar demasiado tiempo para que el reconocimiento de aquellos valores penetrara las enseñanzas de la cátedra y Apolant y su obra –justipreciados sus aportes- pasaran a ser objeto de estudio y de emulación. Sin embargo este tiempo ha llegado y es preciso saludarlo y congratularse de los logros que viene habilitando. Es el triunfo de una labor vigorosa, a despecho del tiempo y de la fugacidad de las postergaciones imprudentes.