“Al Dr. Juan Apolant”
Este año, cuando se cumplen cien años de su nacimiento, vamos al encuentro de D. Juan Apolant: el historiador de la vida, el historiador de la muerte, el que, despreciando al Homero de Héctores, Aquileos y Odiseos, antepusiera, a semejanza de Hesíodo, «los Trabajos y los días”.
Esos trabajos y días de los hombres anónimos, sencillos; esos de las sordas, mudas, silenciosas batallas de la vida cotidiana. La de los seres humanos, que habitualmente entran a escena de espaldas al espectador, sin rostro, sumergidos en la inhumanidad de las estadísticas, porque sus existencias han vagado por tantos y tantos años despojadas de memoria propia, arrinconadas hasta ahora en el olvido de una historia social que, al decir de Georg Iggers, ha preferido enfocar su ojo “hacia las estructuras y los procesos” desentendiéndose de las culturas que son los modos de vida del humano viviendo en sociedad. Si estas generalizaciones tienen sus virtudes., también han contribuido a cierta pauperizaci6n de la historia social.
Por eso, a Marc Bloch no le gustaba definir simplemente la historia como «ciencia del pasado”, incluso dudaba que el pasado pudiera ser objeto de ciencia, aunque se pueda aplicar a su estudio e investigación métodos científicos. Proponía, en cambio, definir la historia como «la ciencia de los hombres en el tiempo” Un tiempo se da en un espacio y en una sociedad con determinados modos de vida. En sí, con Bloch, estamos ante los comienzos de una nueva historia social y esto es lo que se propuso Juan Apolant al encarar una labor genealógica que, para expresaría con sus propias palabras, no pretendía revelar la existencia de «héroes”, sino, únicamente «seres humanos; y sólo como tales, abstracción hecha de sus méritos y valores militares, políticos o culturales», tomados éstos últimos en el sentido de lo culto, no de la cultura que, como ya expusimos, debemos entender en Apolant como “los modos de vida de una sociedad».
Imbuido de esta idea matriz, D. Juan fue al rescate de un pasado, hoy uruguayo, olvidado, abusado por el olvido, diríamos, por la necesidad mitológicamente arquetípica que comanda las historias nacionales, sea la nuestra o cualesquiera otras. Este problema de estar siempre en los orígenes del mito nacional y no en los comienzos simples y llanos de un Estado nacional que reconoce sus antecedentes, ciertamente es uno, si no el más, de los grandes problemas de las historias nacionales. Historias que, en su necesidad de despertar la identificación del ciudadano con su país, pone el acento casi exclusivamente en los protagonistas dé acontecimientos heroicos que gestaron su Independencial crearon el Estado nacional. Resolver esta cuestión es lo que buscó Apolant.
La claridad de su razón y su generosa entrega condujeron a D. Juan a ese combate por la historia, comprendiendo que la «ciencia histórica” , la de “las leyes humanas”, está obligada a continuar la lucha interna entre la memoria y el olvido. Y que, la lucha es válida en la medida en que estemos en condiciones de entender, como dice Bloch, que, “si los hombres y los hechos del pasado son por definición un dato que nada podrá modificar», su conocimiento, en cambio, sí, está en condiciones de transformarse y perfeccionarse sin cesar. Y, más hoy, que contamos con medios tecnológico-científicos con los que D. Juan no pudo contar. Asunto que constantemente nos lleva a preguntarnos ¿qué no hubiera hecho D. Juan, si hubiera podido utilizar la computadora?
El conocimiento del pasado de los hombres viviendo en sociedad, depende entonces de la historia comprendida en su labor disciplinaria. Por lo mismo, debemos advertir, como lo advirtió D. Juan que, así como la memoria es parte constitutiva y fundamental de la identidad de un ser humano, gracias a la conciencia del recuerdo de sí mismo y de las cosas, la memoria del pasado de un pueblo, en el caso nuestro pueblo, los meandros de sus «palacios”. -según devela el pensamiento agustiniano en sus «Confesiones»- se construye por un mecanismo diferente, puesto que la interiorización identificatoria no parte del recuerdo de la conciencia de sí mismo y de las cosas, sino que, al contrario del individuo, se ejecuta desde afuera, desde el exterior, y se adentra de esta forma en el ser colectivo.
Por lo tanto, el pasado, que es el objeto de la historia, y la historia, la que escriben los historiadores o sea la historiografía, la,.historia de la historia, no lo mismo. Como tampoco lo son la historia y la memoria, que ésta es uno de sus objetos.
En conclusión, la ciencia histórica interpreta, organiza y explica un pasado humano que nos transmite reconstruido. Reconstrucción que, por otra parte, es lo que cuestiona D. Juan al contribuir al cambio de una historia nacional inmersa en el modelo ejemplar y estereotipado de lo heroico, así como olvidada de sus comienzos hispánicos. En definitiva, D. Juan percibe que, si la identificación colectiva necesariamente precisa conocer el pasado, el conocimiento de ese pasado no puede ser hemipléjico. Es la única forma de que un pueblo pueda allegarse a su presente, pues, volviendo a citar a Bloch, “sólo en función de la vida interrogamos a la muerte”.
De modo que la identidad de una sociedad, su memoria colectiva, depende de lo que la historiografía le transmite de su pasado, de cómo y qué se le transmite, de cuánto y cómo se ha recordado en lo transmitido y, asimismo, de cuánto ha quedado olvidado, voluntaria o involuntariamente. Así es que, no son ajenas a esa identidad que nos viene de “afuera», las nociones de uso y abuso teorético y las siempre peligrosas filosofías de la historia.
Sin el estigma de ningún “ismo”: ni materialismos históricos (en sus variadas versiones), ni positivismos, decimonónicos, ni nacionalismos, desnudo de ideologías y sólo munido con las herramientas de una inteligencia sin par, de una honestidad y una rigurosidad, de la cual él era la primera víctima, acompañado por su amada e incansable Ellen, emprendió D. Juan la ardua tarea de devolvernos una parte esencial de nuestra memoria.
Es una memoria que recupera seres anónimos, que como tal continuaron su camino hasta que D. Juan los trajo nuevamente a la vida. Pero, también es su historia, recuperación de los protagonistas tradicionales, extrayéndolos del bronce para convertirlos nuevamente en humanos.
Don Juan hurgó con dedicada soltura y energía nuestro siglo XVIII: en los registros parroquiales, en los judiciales, en los militares, en los censos… Cotejó, expurgó, «incendió” tradiciones nobiliarias, resaltó otras de las gentes más humildes, la de los esclavos, por ejemplo, como en el caso sobre el que una vez supe escribir de Rosa y Bernardo. El sentido del honor o el deshonor, la honra y la deshonra y su enorme peso en un tiempo social puntilloso, tiempo ibérico del Antiguo Régimen estamentario, en el que son «primas donnas» la limpieza de sangre y la limpieza de oficios. Limpiezas que, en una sociedad de órdenes, inciden profundamente en las probabilidades y posibilidades de movilidad vertical de los individuos.
Para quien desee hacer historia cuantitativa, ahí están prontos los opus de D. Juan. Suficiente material contienen para trabajar, y más actualmente en raz6n del desarrollo de un auxiliar invalorable como es la informática. Si no la sustancia, al menos las formas de la religiosidad en nuestra sociedad del XVIII, podrían, por ejemplo, plasmarse en una historia serial que tuviera en cuenta los datos que para esto aporta D. Juan. Igual puede decirse con respecto a emplearlos en análisis de carácter estadístico, caso de los demográficos: composición etaria, por sexo, natalidad, mortalidad, país de procedencia, profesiones, oficios, delincuencia, etc.
Y qué decir del material que D. Juan nos proporciona para estudiar la mentalidad de nuestra sociedad frente a la muerte hacia fines del siglo XVIII y más allá, porque el mentado límite de 1767 de la “Génesis de la Familia Uruguaya”, es un permanente ir más allá y como todo en Apolant, un puente tirado del pasado al futuro.
Para seguir en el rubro de la muerte, veamos los testamentos que exhuma. Ellos constituyen otra fuente inagotable de comportamientos y sensibilidades, demostrándonos cuánto guardaban de la necesidad de ‘bien morir’, de reparo y refugio de un cuerpo que desaparece y vuelve a la tierra de la que fue creado; reparo y refugio de un alma que, aspirando a la eternidad, teme penar en el purgatorio para siempre jamás y dispone de sus bienes de manera que muchas veces, más que a los herederos legítimos, benefician a la iglesia, no sólo a través de un quinto obligatorio, sino mediante caridades diversas y multitud de misas que se pagan por la salvación propia y de los demás difuntos. D. Juan indica, en este sentido, capellanías perpetuas de habitantes de San Felipe y Santiago de Montevideo por las cuales todavía se dicen misas en la catedral.
También, incluye D. Juan la jugosa disputa sobre los “cementerios ventilados” que aconteció a raíz de resistencia a aceptar la Real Cédula de 1792, que prohibía enterrar en las iglesias por modernas razones de higiene, nacidas del espíritu reformador del Siglo de las Luces. Resistencia al cambio de los padres de los futuros uruguayos. Algo conocido ¿no? Y, en esa resistencia hallamos como adalides al padre de Artigas, Martín José y a Monterroso, el padre de Da. Ana.
Las puertas que nos abriera la extraordinaria y paciente labor de este gran hombre e historiador que supo ser Don Juan impresionan por su variedad y número. Toda un tiempo y una sociedad bulle en las tierras que serían uruguayas, hechos consumados en el vivir y el morir de aquellos que, sin saberlo, fundaron una sociedad que un día no sería más la de la madre patria a la que había pertenecido.
Incluida así en la “nueva historia social”, la obra de Apolant tiene, en última instancia, tanto de Homero como de Hesíodo. Del primero, la heroicidad de la epopeya que significó el hacerla solo y, sobre todo para una obra de esta naturaleza, la de ejecutarla carente de las apoyaturas de la informática; del segundo, la virtud del sabio que sabe que sin “los trabajos y los días” no hay excelencia posible, ni la capacidad para transmitir esa especie de intimidad cómplice entre el lector y los seres del pasado. Anónimos o protagonistas de la historia, pero cuya mayor hazaña fue precisamente la de vivir, sobrevivir y morir, cosa que fue, es y será la aventura humana, cualesquiera sea el tiempo, el espacio y la sociedad.
Ahora nos permitimos unas palabras personales: con toda propiedad y justicia sólo queremos dejar sentado, hoy y aquí, en esta academia de la historia que tanto apreció, que nuestro libro «El Bien Nacer. Raíces ibéricas de un mal latinoamericano” (Del siglo XIII al último tercio del siglo XIX), es un hijo agradecido de D. Juan Apolant.
Miembro de número del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay